La historia de Vanegas es un compendio de todos los males que nos aquejan:
- El tráfico de influencias: un hombre que, gracias a sus contactos en las altas esferas del poder, habría logrado poner a la Policía Nacional a su servicio.
- La contratación a dedo: un «cartel de los contratos» que se habría robado miles de millones de pesos a través de licitaciones amañadas.
- La puerta giratoria: oficiales que pasan de la actividad a la reserva para convertirse en prósperos contratistas del Estado.
- El nepotismo: hijos, esposas y consuegros que se benefician del poder de sus familiares para obtener cargos y contratos.
- La impunidad: un sistema judicial que, hasta ahora, no ha sido capaz de ponerle freno a esta red criminal.
Lo más trágico de todo es que el caso de Vanegas no es la excepción, sino la regla. Como él, hay cientos, quizás miles, de «asesores en la sombra» que se mueven por los pasillos del poder, comprando conciencias, direccionando contratos y saqueando las arcas del Estado.
Están en los ministerios, en las gobernaciones, en las alcaldías, en las empresas públicas. Son una plaga silenciosa pero letal, que se ha acostumbrado a vivir del erario y que ha convertido la corrupción en su modus vivendi.
Y mientras ellos se enriquecen, el país se desangra. Se desangra en la falta de oportunidades para los jóvenes, en la pésima calidad de la salud y la educación, en la inseguridad galopante que nos roba la tranquilidad.
El caso de Andrés Vanegas Fernández es una oportunidad única para que Colombia se mire al espejo y se enfrente a sus propios demonios. Para que entienda que la corrupción no es un problema de manzanas podridas, sino de un sistema que está diseñado para incentivarla.
Por eso, la justicia tiene una responsabilidad histórica en este caso. No se trata solo de condenar a un hombre, sino de enviar un mensaje contundente a todos los corruptos: ¡se acabó la fiesta!
Se necesita una condena ejemplar, una que no admita beneficios ni rebajas. Y se necesita, sobre todo, que se recupere hasta el último peso que se robaron. Porque la única justicia real es la que le devuelve a la sociedad lo que le han quitado.
Si la justicia falla en este caso, si Vanegas y su red logran salirse con la suya, la metástasis de la corrupción seguirá avanzando, imparable, hasta devorarse por completo el cuerpo de la nación.
Pero si la justicia actúa con valentía y con contundencia, si logra extirpar este tumor de raíz, entonces habrá una esperanza. La esperanza de que, algún día, Colombia pueda ser un país donde el éxito no se mida por la astucia para robar, sino por la capacidad para crear. Un país donde los «Andrés Vanegas Fernández» terminen en la cárcel y no en las páginas sociales de las revistas.
¡Señores jueces, señores fiscales, el futuro de Colombia está en sus manos! ¡No nos fallen! ¡Justicia, por favor!




